LA DESESPERACIÓN
LA
DESESPERACIÓN
Me gusta ver el
cielo
con negros
nubarrones
y oír los
aquilones
horrísonos
bramar,
me gusta ver la
noche
sin luna y sin
estrellas,
y sólo las
centellas
la tierra
iluminar.
Me agrada un
cementerio
de muertos bien
relleno,
manando sangre
y cieno
que impida el
respirar,
y allí un
sepulturero
de tétrica
mirada
con mano
despiadada
los cráneos
machacar.
Me alegra ver
la bomba
caer mansa del
cielo,
e inmóvil en el
suelo,
sin mecha al
parecer,
y luego
embravecida
que estalla y
que se agita
y rayos mil
vomita
y muertos por
doquier.
Que el trueno
me despierte
con su ronco
estampido,
y al mundo
adormecido
le haga
estremecer,
que rayos cada
instante
caigan sobre él
sin cuento,
que se hunda el
firmamento
me agrada mucho
ver.
La llama de un incendio
que corra
devorando
y muertos
apilando
quisiera yo
encender;
tostarse allí
un anciano,
volverse todo
tea,
y oír como
chirrea
¡qué gusto!,
¡qué placer!
Me gusta una
campiña
de nieve
tapizada,
de flores
despojada,
sin fruto, sin
verdor,
ni pájaros que
canten,
ni sol haya que
alumbre
y sólo se
vislumbre
la muerte en
derredor.
Allá, en
sombrío monte,
solar
desmantelado,
me place en
sumo grado
la luna al
reflejar,
moverse las
veletas
con áspero
chirrido
igual al
alarido
que anuncia el
expirar.
Me gusta que al
Averno
lleven a los
mortales
y allí todos
los males
les hagan
padecer;
les abran las
entrañas,
les rasguen los
tendones,
rompan los
corazones
sin de ayes
caso hacer.
Insólita
avenida
que inunda
fértil vega,
de cumbre en
cumbre llega,
y arrasa por
doquier;
se lleva los
ganados
y las vides sin
pausa,
y estragos
miles causa,
¡qué gusto!,
¡qué placer!
Las voces y las
risas,
el juego, las
botellas,
en torno de las
bellas
alegres apurar;
y en sus
lascivas bocas,
con voluptuoso
halago,
un beso a cada
trago
alegres
estampar.
Romper después
las copas,
los platos, las
barajas,
y abiertas las
navajas,
buscando el
corazón;
oír luego los
brindis
mezclados con
quejidos
que lanzan los
heridos
en llanto y
confusión.
Me alegra oír
al uno
pedir a voces
vino,
mientras que su
vecino
se cae en un
rincón;
y que otros ya
borrachos,
en trino
desusado,
cantan al dios
vendado
impúdica
canción.
Me agradan las
queridas
tendidas en los
lechos,
sin chales en
los pechos
y flojo el
cinturón,
mostrando sus encantos,
sin orden el
cabello,
al aire el
muslo bello...
¡Qué gozo!,
¡qué ilusión!
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